jueves, 2 de julio de 2015

Reverte

Érase una vez... No, esta vez abandonaré esta fórmula. Lo que voy a relatar no es un cuento. Es  una historia real. Si se quiere vulgar e insignificante. Una de esas cosas en las que nadie repara. Después de todo lo que las minas han dado y han quitado. Después de sufrimientos de obreros en condiciones infrahumanas, de paisajes trastocados, de ríos colmatados de fangos de aires polucionados por las chimeneas y las explosiones. Después de tendidos de vías y cables aéreos, del trajín de gentes y máquinas, de capitalistas en sus mansiones, de huelgas, revoluciones más o menos truncadas, después de todo eso... ¿quién iba a reparar en ... un caballo?

Reverte no nació en las minas. Tuvo a bien venir al mundo tierra adentro, a las orillas del Ebro y tuvo que cambiar la leve humedad de Castilla por la intensa y fría humedad de los montes mineros. Allí llegó, primero en un vagón rápido y ancho y después en otro estrecho y lento que trepaba retorcidamente por la ladera de la montaña.

Y así fue como Reverte llegó a La Arboleda, en los años 50 del siglo XX. No podemos saber lo que pensó su equina mente cuando vio todo aquello tan diferente de todo lo que había conocido. Pero si sabemos lo que pensó de él el encargado de la cuadra. Un buen ejemplar, un percherón joven, negro aterciopelado, con unos inmensos cuartos traseros, rebosante de salud y de fuerza para trabajar.

Porque ese era el sino de las bestias en los montes mineros, trabajar. Arrastrar vagones llenos de mineral de hierro. Aprovechar la fuerza bruta de sus músculos para sacar el mineral de la mina en una sucesión interminable de viajes, sin más panorama que  dos raíles en el suelo que marcaban la trayectoria sin ninguna posibilidad de elección. Una y otra vez, guiado por un mismo humano, el "caballista", que a fuerza de compartir horas y tarea ya le resultaba familiar.




Reverte, de esta manera pasó a formar parte de la cuadra de la compañía Orconera. Uno más de los cincuenta caballos que allí había. Uno más de los seres vivos, humanos y no humanos, que se empeñaban en arrancar y mover el mineral de aquellas montañas. Aquella cruz, sin embargo también tenía su cara. Los cuidados de los caballos contrastaban con la dureza del trabajo. Un veterinario pendiente de su salud, un guarnicionero que a modo de "sastre" confeccionaba aparejos a medida. Cuando las correas les producian rozamientos o pequeñas lesiones se les curaba. Como un zapatero, un herrero les "calzaba"  para poder desenvolverse en el quebrado terreno de la mina. Caballistas, encargados y mozos de cuadra, todo un equipo al cuidado. Todo fuera por mantener la fuerza y la salud y poder arrastrar mineral al ritmo que la Compañía requería.



La comida no faltaba, paja de trigo traída especialmente para ellos, cebada y alfalfa, e incluso bolas de sal para recuperar la perdida por el sudor del trabajo. Después de la jornada o del turno de trabajo, el baño era un momento especial, en una bañera de doble rampa. Allí Reverte se libraba del barro rojo de mineral y sus enormes cuartos traseros volvían a lucir negros, brillantes y aterciopelados. Nadie diría entonces que era un rudo caballo minero, que hacía unos momentos estaba envuelto en polvaredas y arrastrando un  vagón. También tenía su "recreo". Un prado entre los taludes de la explotación donde, en los momentos de  descanso, pastaba la manada. Aquel era un lugar lo más parecido a la vida libre: no hacer esfuerzos, moverse sin ataduras, sin la guía de los raíles y el caballista y estar con sus compañeros de manada. Un oasis en medio del paisaje lunar de la mina.




Esa era la vida que llevaba Reverte en La Arboleda. Una rutina de largas jornadas de arrastre, a las órdenes de su ya familiar caballista, con sus baños, descansos y pastos. Así día tras día, sin variaciones. Poco a poco sus músculos se fueron habituando al trabajo y sus pezuñas a desenvolverse entre pedruscos, pendientes y raíles. Era, tal y como había previsto el encargado que lo trajo, un buen ejemplar. A medida que su fuerza aumentaba iba aumentando también su docilidad, sin necesidad de los correctivos que les aplicaban a otros compañeros. Con el tiempo, Reverte se había convertido en un ejemplar espectacular, en fuerza y porte.



Un buen día, sin saber por qué, fue apartado de la manada, conducido al estrecho vagón que tiempo atrás lo trajo a las minas,  bajaba por la falda de la montaña y que llegaba a Luchana. Allí estaban las oficinas de la Compañía, los almacenes, los talleres, los cargaderos de mineral y las casas donde vivían los directivos. Era el centro neurálgico, allí donde el mineral finalizaba un viaje por tierra y empezaba otro por mar. Un tinglado de vías, pabellones, calles y mucha gente. Una ciudad metida en una fábrica o una fábrica metida en una ciudad, según se mire. Cerca de las vías destacaba un puñado de villas de estilo inglés: la residencia del director y varios jefes y empleados, como una isla, con sus jardines, huertas e invernaderos.

¿Qué hacía Reverte allí? No lo sabemos y, por supuesto él mismo tampoco lo sabía, no había costumbre de informar a las bestias de los planes de la Compañía, por mucho que les afectaran. Quizás porque su estiércol fuera útil como abono a aquellas huertas o al invernadero en el que el Director  mimaba las flores hasta con calefacción o simplemente porque la estampa de un caballo en los jardines resultaba atractiva y pintoresca, la cosa es que, por lo que fuera, fue relevado de la dura vida de las minas.




Al bajar del tren notó el aire cálido y húmedo de la ría, en contraste con el frío de los montes mineros y se instaló en su nueva cuadra, construida para él, con un cuidador para él solo. Le fue fácil acostumbrarse a su nueva vida: cuadra, cepillados, pasto en abundancia, paseos. Paseaba libre del vagón, sin tener que clavar la vista en las vías, ni soportar el peso del mineral. Ya no le hacían rozaduras los cueros. Ya apenas sudaba, no se manchaba de polvo ni barro. Aquello eran como unas vacaciones... o una jubilación. Reverte no pensaba, no pronosticaba, se entregaba a esta nueva vida con relajo, permitiendo que sus músculos descansasen.

En ocasiones su cuidador, montado en él, lo sacaba a pasear por el pueblo. Reverte y su jinete causaban admiración entre los transeúntes. Por aquellos años ya no se veían tantas caballerías por las calles y mucho menos del porte de Reverte. Un caballo percherón, negro brillante, un caballo minero, a diferencia de otros que se podían ver quizás más estilizados, más "urbanos". Aquella era una vida buena, allí Reverte era un personaje, un espectáculo. Paseaba las calles de la población llenas de gente, se acercaba a la ría con sus barcos cargando y llegando a esos cargaderos un tren que le recordaba, ya lejanamente, las minas donde tiempo atrás arrastraba vagones con mineral como aquel.



Dicen que la alegría en casa del pobre es efímera. Algo parecido se podría decir del destino de Reverte. Una vez más recorrió el camino de vuelta. Tal vez alguien decidió que ya no era necesaria su presencia en el jardín de Luchana, así que este paréntesis en su vida minera se cerró y volvió a las minas. Volvió a la misma vida que había llevado antes, a arrastrar los vagones, a la misma rutina de trabajo, polvo, barro, baños...

Al poco tiempo, al pasar por un cambio de vía, su pezuña se enganchó en el raíl y varios cientos de kilos de caballo percherón, negro aterciopelado, cayeron al suelo. Un accidente, quizás porque sus músculos se habían reblandecido y sus reflejos se habían relajado en su privilegiada estancia fuera de las minas, o tal vez por simple mala suerte. Reverte ya no podía caminar.

El diagnóstico del veterinario fue claro: fractura de la pata. Y la decisión para estos casos también fue clara. Al fin y al cabo, era una herramienta de trabajo, una forma más de sacar el mineral de la tierra. Nada más que un caballo.

Reverte fue sacrificado.

Su carne fue repartida entre caballistas, cuidadores y otros mineros que la comieron seguramente con un punto ritual, como el que come algo valioso, con espíritu. Así fue la vida de Reverte, un caballo minero, un buen caballo, tan bueno que, como el mineral que arrastraba, nos dio de comer.

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Para contar este pequeño relato han sido necesarias tres generaciones. La más joven, para ilustrar la historia, la intermedia para narrarla y la mayor para vivirla. Reverte fue adquirido en Miranda de Ebro por la Compañía Orconera para los trabajos en la explotación que tenía en La Arboleda. No sabemos el origen de su nombre que, como el de muchos animales, suele ser heredado de otros que le precedieron. Tuvo el privilegio de pasar un tiempo en los jardines de las villas de Luchana y a su vuelta a las minas sufrió un sencillo pero fatídico accidente. Posiblemente Reverte ya no fue sustituido. A mediados de los 50, el uso de caballerías en las minas estaba desapareciendo. Hoy en dia, en La Arboleda, apenas quedan unos pocos ejemplares pastando placidamente entre las cortas reverdecidas de las viejas minas, sin sospechar la dura vida de sus antecesores. En la cuenca minera, el único un recuerdo al caballo minero es una oxidada escultura junto al mar.