jueves, 15 de agosto de 2013

Pobeña tenebrosa

Esta historia me la contó mi padre, que es pobeñés. Y a él, su padre que era pobeñés y práctico del cargadero y algo debía de saber de estas cosas. Y yo la cuento aquí, sin mayores pretensiones de credibilidad por parte del lector, que, como se sabe, es dueño de creerse lo que le venga en gana y mejor le parezca y hacer de su capa un sayo.



Correría más o menos cuarto y mitad del siglo XIX. Don Antonio Helguera, vivía en Pobeña, en un caserón, con los cimientos bañados por el río Valles. No era una mala casa, con dos plantas e incluso un pozo en la planta baja aprovechando el hueco de la escalera de acceso al primer piso.

Pero es que Don Antonio no era un vecino cualquiera. Era ni más ni menos que el administrador de Don Mateo Urioste. Un indiano que, como otros, a su vuelta compró tierras en el pueblo y se convirtió en el hacendado del lugar, acumulando rentas de montes y huertas de una Pobeña aun inalterada por lo que vendría después.

Así que Don Antonio tenía trabajo,  vaya si tenía. No era raro que le sorprendiese la caída del sol en su gabinete, haciendo números y entre papeles y libros de cuentas.

Aquella tarde de octubre fue una de esas. En Pobeña, en esa época, y a eso de las ocho de la tarde, hace tiempo que el sol ya se ha puesto detrás del Janeo. Parco horizonte tiene la aldea para propiciar tardes luminosas. Aquella tarde, Don Antonio, ofuscado de tanto número y papeleo, decidió salir a dar un paseo antes de cenar para despejarse y coger la cena con más apetito.

Salió por el portalón y tomó el camino de San Julián, la de salida de la aldea, con la intención de llegarse como muy lejos hasta las huertas de Socarral, para poder echar vista a la playa.

Al pasar delante de la iglesia notó una ráfaga de  viento que le levantaba la capa. Era una de esas noches de octubre con viento del suroeste, ese viento que deja la atmósfera limpia en el Cantábrico y que hace correr nubarrones altos que sueltan algún escaso chubasco. "Viento castañero", pensó Don Antonio, sin darle mayor importancia, mientras al coronar la cuesta de las Tres Cruces, veía salir la Luna, por el Montaño, entre nubes correderas.

Al llegar a las huertas de Socarral, empezaron a ladrar los perros. La soledad había sido total. Las gentes se recogían pronto. Nada invitaba a pasear en una noche tan desapacible. Así que, tras echar un breve vistazo a los blancos rompientes en la playa de La Arena y a la potente pleamar de la marisma de Areño, decidió darse la vuelta. No era cuestión de tentar a la suerte e internarse en el encinar de más adelante. La noche era solitaria, pero no era la primera vez que alguien era asaltado amparándose en la espesura.

Y así inició el camino de vuelta, dándole cara al viento sur. Al pasar delante de la última huerta, la que solía estar plantada de patatas, oyó un fuerte golpe, como de una puerta, seguido de un sonido metálico. No pudo evitar sobresaltarse, aunque pensó que, con aquel viento, sería la puerta de una chabola de la que se usaban para los aperos. No hay nada como una explicación racional para estos casos. Al fin y al cabo, él era un hombre de números y leyes.
Pero así todo Don Antonio, no pudo evitar el apretar el paso, pensando en que le quedaba un cierto trecho y aquello estaba muy solitario. Y muy oscuro. En los siguientes veinte metros, de manera inconsciente miró hacia detrás dos veces, comprobando en ambas únicamente el camino solitario y la noche cerrada.

La tercera vez que miró hacia detrás fue diferente. Distinguió claramente tres siluetas humanas que avanzaban a su mismo paso veinte metros más atrás. Parecían tres mujeres de luto con pañuelo a la cabeza, ligeramente encorvadas hacia delante. Dos de ellas, parecían llevar algo alargado en la mano. Avanzaban a buen paso, un paso decidido, a un paso impropio de la edad que representaban. Iban como parloteando, con un extraño tono.

Pensó por un momento en salirles al paso, pero pronto lo descartó. Su cabeza se atribuló de conjeturas: ¿De dónde habían salido? Pensó Don Antonio, pero sobre todo ¿Quienes eran?. A toda velocidad, repasó mentalmente a cada vecino de la aldea, a quienes conocía bien, intentando identificarlas. Nadie se ajustaba a aquellas siluetas ¿cómo habían aparecido de la nada?. Si él había mirado para detrás una y otra vez y no había nadie, habrían salido de una huerta. Ningún lugareño trabajaba en la huerta a esas horas. Ninguna mujer del pueblo osaría andar sola por aquellos caminos. ¿Habrían salido de un seto? ¿habrían estado escondidas?. Era extraño ver a tres mujeres por ahí a estas horas. Y ¿si no eran mujeres?, si eran asaltadores disfrazados o algún vecino que quería "ajustar cuentas". Algún candidato tenía. Avanzaban con determinación. De todas maneras, ese parloteo como animal, que a pesar del viento podía distinguir, era muy diferente a cualquier cosa que nunca hubiera escuchado.

Al volver a coronar las Tres Cruces, perdió a las siluetas temporalmente de vista  y decidió acelerar el paso, casi correr,  y esperar acodado en la tapia del cementerio. No quería descubrirse huyendo. Al fin y al cabo él era Don Antonio, administrador de Don Mateo. No tenía nadie de quien huir y si había muchos que le debían respeto.

Cual fue su sorpresa cuando comprobó que, casi de inmediato, las siluetas le habían ganado un puñado de metros. Habían acelerado el paso tanto o más que él. En la distancia corta pudo distinguir algo que le dio un vuelco al corazón. Lo que llevaban en la mano aquellos seres eran .... ¡hachas!. Casi en el momento de darse cuenta de esto. Las tres siluetas iniciaron la persecución a la carrera hacia él, en la oscuridad, emitiendo unos chillidos como de lechuza, sin cesar su parloteo.

Don Antonio, ya en franca huida, con sudores fríos, sin importarle el qué dirán, entró corriendo en las primeras casas de Pobeña, solitaria y oscura. Pasó a la carrera por delante de la iglesia, y por delante de la casa de Don Mateo, sin pensar siquiera en pedir ayuda, sin pensar siquiera por qué él era objeto de aquel ataque. Sólo pensando en refugiarse en su casa y salvar el pellejo. Su único pensamiento lúcido lo utilizó en sacar la llave del portalón para tenerla bien preparada a su llegada.

Menos mal, porque lo que pasó más tarde le habría quitado la lucidez a cualquiera. Lo que Don Antonio vio al volverse atrás mientras corría le heló el alma y le convenció de que lo que le perseguía no era de este mundo. Una de las tres siluetas se había adelantado y estaba a punto de alcanzarle. Dentro del pañuelo pudo apreciar el espeluznante rostro pálido e iluminado, y la boca entreabierta lanzando aquellos gritos. Las otras dos, amenazando con sus hachas, le seguían más atrás, presagiando el inevitable final.

Los pocos pensamientos que pudo articular en esos breves instantes los dedicó a poner nombre a aquellos seres.  ¡Brujas!. Si brujas, algo de lo que nunca se hablaba en la aldea, no sabía si por miedo o por ignorancia.

Llegó al portalón, tanteó con la llave y en un movimiento rápido, automático, logró abrir la puerta. Entró y se disponía a cerrar por dentro con una enorme tranca cuando notó que la bruja que le perseguía empujaba la puerta para entrar. Don Antonio forcejeó con la puerta. Aquel ser tenía una fuerza descomunal. Así que se abrió paso y se encontró con Don Antonio, armado grotescamente con la tranca, frente a frente. La bruja le miró, con unos ojos en unas cuencas que a él se le antojaron vacías. Y aquel ser, emitiendo un chillido e inundando la planta baja de luz se escapó por el hueco del pozo que había debajo de la escalera sin dejar rastro.

Pero aun quedaban otras dos. A Don Antonio ya le había dado tiempo de echar la tranca y se quedó expectante detrás de la puerta, asistiendo a un espectáculo de golpes, gritos y hachazos en la madera del portalón. Las brujas estaban descargando toda su rabia contra la puerta.

Súbitamente todo cesó, y se encontró sólo en la oscuridad como si nada hubiera pasado. Encendió una vela y subio al primer piso a sus habitaciones.

Ni que decir tiene que esa noche Don Antonio no cenó, ni durmió. Aunque tenía una exquisita cena que Adelina, su asistenta, le había dejado antes de irse. Se quedó en su cama rumiando aquello que la había pasado, intentando racionalizarlo y no consiguiéndolo cuando se acordaba de las visiones que había tenido.

A la mañana siguiente, con el mal cuerpo de la noche agitada, abrió el portalón. Nadie en el pueblo había visto nada. Nada le comentaron. Tampoco él preguntó. Don Antonio abrió el portalón y vio las dos marcas de los dos hachazos de la noche anterior, como testigos de que aquello no había sido un sueño, o una alucinación.

Los "hachazos de las brujas" seguían allí hace cuarenta años, cuando mi padre me llevaba a la procesión del Socorro y me contaba esta historia, al pasar por allí.

Y allí siguen todavía.

Algunos no se lo creerán, dirán que las brujas no existen. Quizás tengan razón. Otros le intentarán buscar una explicación más o menos racional. Un ataque "humano", quizás durante la guerra carlista. Otros lo creerán a pies juntillas y mirarán las marcas con temor. Yo no se qué pensar. Porque...¿quién sabe?.